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Londres es una ciudad solitaria cuando eres el único surfer
Así se llamaba el primer libro que escribí, hace años. Era un libro de cuentos con un título de una canción que yo conocí por los Beach Boys, que, a su vez, la habían adaptado de un tema de Dave Edmunds que versionaba otro de The Trade Winds -«New York is a Lonely Town (When You’re the Only Surfer). La descubrí merced a Sergio Benet. Pusimos la canción en la radio a menudo. Así que cuando estuve en Londres a principios de año me descubría tarareándola de vez en cuando.
Todo esto es una excusa porque, en realidad, me sabe mal poner las fotos sin texto y tengo unas cuantas fotos de Londres que poner por aquí. El libro no se llegó a publicar a pesar de que se lo dejé a leer a alguna gente y sí les pareció bien. De momento no tengo planes de lanzarlo.
Pero el cuento que le dio nombre al libro ya estaba publicado en Internet, por mí mismo, en el año 2000, así que lo dejo aquí, después de las fotos.
Londres es una ciudad solitaria cuando eres el único surfer. Incluso aunque no seas surfero y no vivas en Londres (que es mi caso, hoy por hoy), no puedo evitar comulgar con las palabras de ese poeta vocero de la generación playera que es Brian Wilson. Escuchándole recuerdo mis tristes días mirando por la ventana, sintiéndome ajeno a mi misma ciudad, a mi misma casa y a mis mismos problemas. No me impliqué en mi propio divorcio porque pensé que al fin y al cabo, si había llegado hasta esa situación, era únicamente porque así debían ser las cosas. Ella se llevó perro, niños y coche lejos, al otro lado del océano. En realidad, el coche lo vendió, pero es como si se hubiese ido también, o al menos así me lo parece. Cuando vinieron a embargar los muebles del comedor, no me opuse. Cierto era que no los había pagado, pero, a decir verdad, tampoco es que me gustasen demasiado, y ni siquiera me hacían falta. Nunca he sido persona de mucha letra («le gusta leer, pero le molesta lo negro», solían decir de mí), así que no había demasiados libros y total, para los cuatro discos que me he habituado a oír, no necesito aquel mamotreto de roble con esquinas agresivas que ella había elegido porque me había mostrado menos negativo con él que con los demás. Había sido una mera cuestión de atención momentánea: me distraje en la contumaz crítica y ella quiso entender un sí en mi ‘me da exactamente igual’. Es lógico deducir que si los muebles no me faltan ahora, ni siquiera me interesasen antes.
Recuerdo reproches, otra vez, por no haber negado mi implicación en el asesinato de un señor que jamás había visto. Pero es que siempre he sido de esa indolencia fatalista de pensar que hay que dejar que las cosas pasen solas, y de sentarme a esperar ya la culpa, ya la soga, ya la libertad. Deus ex machina, vamos. Salí de la prisión preventiva como quien camina el corredor de la muerte tranquilamente, sin prisas, sin pausas, sin dudas. Si el Hado me quiso sacar de allí dentro, por algo sería. Yo, desde luego, no podía recordar haber cometido crimen alguno, pero la gente es tan rara… ¿Cómo iba a estar seguro de no haber sido yo? Mejor que las evidencias hablasen por mí si había lugar.
Fue poco después cuando me casé con la hermana de mi abogada, que me había calado perfectamente. Fue ella la que decidió subirse al barco a la deriva que soy yo, pensando que tendría la botavara en las manos y que dirigiría mis velas hacia el puerto que mejor le viniese. No lo discutí, lo di por hecho, después de todo, hasta me dejé enamorar por sus encantos por tener en la cabeza el pálpito de que debía hacerlo si es que ella insistía tanto. Le hubiese anunciado que no tenía timón, pero preferí -por lo de siempre- que lo descubriese ella misma. Había habido otras que, por comparación, habían sido menos insistentes, así que me convenció mucho el hecho de que estirase de mí hasta delante del altar. Casi me pareció romántico. No en el sentido histórico, porque nunca he tenido nada de decimonónico. Soy un hombre de nuestro tiempo. Durante un segundo, o, sinceramente, durante unos meses, me sentí encaminado hacia una clara y gris existencia sin encrucijadas ni disyuntivas.
Con el tiempo, la gente empezó a tomarme la medida y, según qué criterios, el pelo. Todos pensaban que era el medio tonto que no podía ofrecer resistencia alguna a nada. Mi incapacidad para negar no era tal, no la entendieron. Era solo expectación indefensa ante la perspectiva del futuro. Siempre pensé que estaba escrito y que si bien no podía leer con anticipación sus páginas, mejor hacerlo con atención y sin ruido para no perder detalle. Así, mi carencia de iniciativa aburría al más pintado y desesperaba a aquellos que me habían apreciado alguna vez. No me sorprendía que se desesperasen, como no me sorprendía que me apreciasen. En la mayoría de las ocasiones solo había estado en el lugar correcto no-haciendo la cosa incorrecta. Casi un héroe, a veces, para el observador inexperto.
Oportunistas se lanzaron sobre mí y me despojaron de casi todo bien material, al tiempo que mi carácter se iba acentuando más y más. Siempre me llamaron la atención, a decir verdad. Gente que, inconsciente del papel que les ha tocado jugar, no creen ser piezas de la maquinaria, sino que se imaginan moviendo los hilos de las marionetas. Me provocaban una lástima profunda, una tristeza escalofriante que me arrastraba hasta la compasión.
Nunca se dieron cuenta de que no son más que peones movidos por la mano del destino. Pensaron, siempre, que me engañaban cuando en realidad apenas eran como ratones en un laberinto.
Un día dejé de ir al trabajo porque, decían, había caído bajo un expediente de regulación de empleo y me habían puesto de patitas en la calle. Y desde entonces estoy en casa, sentado, mirando por la ventana -la tele se estropeó, debía ser mala- y creo que, si no viene nadie a traerme las pizzas que encargué hace dos semanas, moriré de hambre. Será que ha llegado mi hora.
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