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A pesar de que las Fallas están a punto de ser declaradas Patrimonio Inmaterial -o algo así – de la humanidad por parte de la UNESCO, vivir en la ciudad durante esos días e intentar tener una actividad normal es entre difícil y heroico. En mi caso, que vivo en L’Eixample, un barrio en el que la actividad de los falleros es particularmente intensa, resulta difícil no caer en el insulto. Trataré de evitarlo, pero pensemos en una ciudad de ochocientas mil personas en la que se cortan calles de manera inopinada y en constante cambio.
El Ayuntamiento renuncia a controlar el tráfico en una parte de la ciudad y le atribuye a los casales (agrupaciones privadas de falleros, hay unas 386) la potestad de cortar o abrir calles. Si estos tuviesen alguna coordinación, podría tener sentido, pero se decide en cada uno de los casales lo que van a hacer sin hablar con el de la calle contigua.
Así que en muchos casos los coches de la gente que intente pasar deben hacerse atrás, circulando en sentido contrario, aparcando en cualquier caso y ni siquiera las ambulancias pueden pasar en determinadas ocasiones. Y esto se hace porque, a pesar de que los monumentos que serán pasto de las llamas se colocan permitiendo la circulación, los falleros toman la calle lanzando petardos y, por ejemplo, organizando concursos de paellas en plena calzada. No es una cuestión de necesidad real, porque cuentan con locales propios e incluso con carpas auxiliares, sino una mera reclamación del espacio, en la que, si les apetece, aparcan sus coches (los de los festeros, no los del resto de los ciudadanos). La vulneración de la norma como celebración, al estilo de lo que explicaba Gil Calvo en «Estado de Fiesta».
Todo sigue igual
Sea como fuere, a esta vulneración de la norma se añade la permisividad de las autoridades (nuevo equipo municipal, ningún cambio significativo), que entre desbordadas por en torno al 17% de la población volcada en las fiestas, y ocasionalmente inapetentes, contemplan como multitud de niños incumplen la ley lanzando petardos sin control. Los adolescentes y adultos también lo hacen, pero en este caso, aún siendo más molesto, porque suelen emplear petardos de más potencia, es legal. En muchas horas del día es imposible estar cinco segundos sin escuchar una explosión.
A la algarabía múltiple cabe añadir el volumen de gente que invade todo el centro, dificultando simplemente caminar. Como la ciudad está repleta de monumentos de cartón espectaculares no es extraño que los viandantes se detengan repentinamente a contemplarlas. Circular es, incluso a pie, incómodo.
Es lógico que el visitante turístico encuentre atractivo el caos, el olor a pólvora, el humo y los carromatos de churros con ausencia casi total de medidas higiénicas. Pero el habitante que intenta sobrevivir lo ve menos divertido. Porque a todo esto se añade una dificultad manifiesta para dormir. Los petardos son una anécdota cuando en torno a las diez de la noche comienzan espantosas verbenas que durarán hasta las cuatro de la mañana en caso de que se cumpla escrupulosamente la normativa.
Con todo, por fin se han acabado. En esta ocasión gracias a un par de amigos y una botella de ron la noche de San José, en la que todo termina, ha sido muchísimo mejor. Hice algunas fotos volviendo a casa, capturando un poco la imagen de la ciudad mientras los servicios de limpieza vuelan por conseguir que la ciudad, al día siguiente, solo tenga pequeños vestigios de lo que ha sucedido horas antes.
Soy Sergi Albir. Si necesitas fotos profesionales, sergi@archerphoto.eu o +34 6444 5 9753 y contactas conmigo.